SERIE: LA BIBLIA, DESDE EL GÉNESIS HASTA EL APOCALIPSIS

Jehová condena a su pueblo a no entrar a la tierra prometida

Por Vidal Mario (Escritor, historiador y periodista)
domingo, 10 de octubre de 2021 · 09:48

Las amenazas de Jehová, señaladas en la nota anterior, calaron hondo en el espíritu de su gente, y terminaron con sus protestas. Poco duró la tranquilidad del Señor.

Harto de comer únicamente el maná que llovía diariamente sobre el campamento, el pueblo tiró por la borda aquellas amenazas divinas, y volvió la rebelión.

La mecha que encendió el nuevo alzamiento fue la falta de carne, frutas y verduras que, decían, en Egipto comían en abundancia.

“Tumbas del deseo”

“¡Ojalá tuviéramos carne para comer! ¡Cómo nos viene a la memoria el pescado que comíamos gratis en Egipto! Y también comíamos pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos. Pero ahora nos estamos muriendo de hambre y no se ve otra cosa que maná” se lamentaban a la entrada de sus tiendas.

Jehová acabó con esa protesta colectiva enviando “un fuego que incendió los alrededores del campamento”. Sin embargo, gracias a otra mediación de Moisés, los quejosos se salieron con la suya.

“Pues bien –aceptó Jehová luego de escuchar los argumentos de su siervo-, yo les voy a dar carne para comer, y no sólo un día o dos, ni cinco o diez o veinte. No. Comerán carne durante todo el mes, hasta que les salga por las narices y les dé asco, porque me han rechazado a mí, el Señor, que estoy en medio de ellos, y han llorado y han dicho ante mí: ¿para qué salimos de Egipto?”.

Seguidamente, hizo que el viento trajera al campamento, desde el mar, impresionantes oleadas de codornices “que cubrieron una distancia de hasta un día de camino alrededor del campamento y formando un tendido de casi un metro de altura”.

Pero los supuestamente beneficiados pagaron un alto precio por ese alimento.

Apenas empezaron a comer la carne de esas aves “Jehová se enfureció con ellos y los castigó haciendo morir a mucha gente. Por eso le pusieron a ese lugar el nombre de Kibrot-hataava (“tumbas del deseo), porque allí enterraron a los que sólo pensaban en comer”.

Después, Jehová ordenó a Moisés: “Envía unos hombres a que exploren la tierra de Canaán, que yo voy a dar a los israelitas. Envía de cada tribu a uno que sea hombre de autoridad”.

Moisés escogió doce exploradores y les encomendó recorrer el Néguev y subir a la región montañosa.

“Fíjense en cómo es el país y en si la gente que vive en él es fuerte o débil, y en si son pocos o muchos. Vean si sus ciudades están hechas de tiendas de campaña o si son fortificadas y si la tierra en que viven es buena o mala, fértil o estéril, y si tiene árboles o no. No tengan miedo; traigan algunos frutos de la región”, les dijo.

¿Para qué necesitaba espías Jehová, supuestamente conocedor de cada palmo del Universo? Y si uno de sus ángeles venía guiando al pueblo de día desde una columna de nube y de noche desde una columna de fuego, ¿qué sentido tenía adelantar exploradores? ¿Qué clase de Dios era éste que no pudo prever que el informe de los mismos terminaría sellando la suerte de toda una generación de hebreos?

Porque los datos que trajeron los espías provocó pánico entre ellos, haciéndoles acariciar la fantasía de volver a Egipto, ocurrencia inaceptable para el Señor.

Adiós a la tierra prometida

Ése fue el día fatal en que Jehová condenó a todos los que había sacado de Egipto a no entrar en la tierra prometida. “En éste desierto encontrarán su fin; aquí morirán”, “los cadáveres de ustedes quedarán tirados en éste desierto”, juró.

El Señor iba a dedicar los siguientes cuarenta años a esperar la desaparición de los rescatados de Egipto. Recién cuando se produjera la muerte de todos ellos ordenaría a sus hijos y nietos, nacidos en el desierto, reanudar la

marcha hacia una tierra que, dicho sea de paso, ya estaba ocupada por otra gente.

A diez de aquellos exploradores “El Señor los hizo caer muertos” por traer “tan malos informes, haciendo que la gente murmurara”.

Una ejecución injusta y arbitraria la de esos hombres, cuyos únicos pecados habían consistido en informar sobre lo que vieron y oyeron en los territorios explorados, y opinar que los israelitas carecían de poderío militar para conquistarlos.

En cuanto los acusados de ser “espías malvados” terminaron de exponer su reporte “los israelitas comenzaron a gritar y aquella noche se la pasaron llorando. Decían: “¡Ojalá hubiéramos muerto en Egipto, o aquí en el desierto! ¿Para qué nos trajo Jehová a éste país? ¿Para morir en la guerra y que nuestras mujeres y nuestros hijos caigan en poder del enemigo? Más nos valdría regresar a Egipto. ¡Pongamos a uno de jefe y volvamos a Egipto!”.

Los dos únicos espías que quedaron con vida (Josué y Caleb), intentaron convencerlos de que con Jehová como conductor “la gente de ese país va a ser pan comido para nosotros”. El pueblo respondió juntando piedras para apedrearlos.

El fuego de la rebelión se extendió tan rápidamente que el mismísimo Jehová tuvo que bajar a aparecer en la Tienda del Encuentro, “a la vista de todos los israelitas”.

Bramaba de furia. “¿Hasta cuándo va a seguir menospreciándome este pueblo? ¿Hasta cuándo van a seguir dudando de mí, a pesar de los milagros que he hecho entre ellos? Les voy a enviar una epidemia mortal que les impida tomar posesión de esa tierra”, amenazó.

Otra vez Moisés tuvo que interceder. “Si matas a este pueblo de un solo golpe –le dijo al Señor- las naciones que saben de tu fama van a decir: Jehová no pudo hacer que este pueblo entrara en la tierra que había jurado darles, y por eso los mató en el desierto”.

Al Señor le pareció acertada la deducción de su siervo. Así que cambió su idea de matarlos a todos “de un solo golpe” por otro más leve: hacerlos vagar por el desierto hasta la muerte de todos y cada uno de los que salieron de Egipto.

“¿Hasta cuándo voy a tener que soportar las habladurías de éstos malvados israelitas?”, rugió Jehová.

Y lanzó éste terrible juramento:

“Yo, el Señor, juro por mi vida que voy a hacer que les suceda a ustedes lo mismo que les he oído decir. Todos los mayores de veinte años que fueron registrados en el censo y que han hablado mal de mí, morirán y sus cadáveres quedarán tirados en este desierto. Con la excepción de Caleb y

de Josué, ninguno de ustedes entrará en la tierra donde solemnemente les prometí que los iba a establecer. En cambio, a sus hijos, de quienes ustedes decían que iban a caer en poder de sus enemigos, los llevaré al país que ustedes han despreciado, para que ellos los disfruten. Los cadáveres de ustedes quedarán tirados en este desierto, en el que sus hijos vivirán como pastores durante cuarenta años. De este modo ellos pagarán por la infidelidad de ustedes, hasta que todos ustedes mueran en este desierto. Ustedes estuvieron cuarenta días explorando el país; pues también estarán cuarenta años pagando su castigo: un año por cada día. Así sabrán lo que es ponerse en contra de mí. Yo, Jehová, lo afirmo: Así voy a tratar a este pueblo perverso que se ha unido contra mí. En este desierto encontrarán su fin, aquí morirán”.

Más rebeliones en el desierto

A ésta altura, los judíos ya no tenían dudas: la esclavitud en Egipto había sido un juego de niños comparada con lo que ahora soportaban en medio del impiadoso desierto.

Algunos de esos ex esclavos dijeron que el faraón a lo sumo los castigaba a latigazos, pero que ahora se los mataba hasta por buscar leña (¿leña en el desierto?) en día sábado.

Esto último fue lo que le sucedió a uno al que sorprendieron recogiendo leña en día de reposo. Lo llevaron ante Moisés y Aarón, quienes lo pusieron bajo custodia. Moisés preguntó al Señor qué debía hacer con el preso.

“Ese hombre debe ser condenado a muerte –respondió Jehová-. Que todos los israelitas lo apedreen fuera del campamento”. La crónica relata que “los israelitas lo sacaron del campamento y lo apedrearon hasta que murió, tal como el Señor se lo había ordenado a Moisés”.

Jehová llegó al extremo de castigar con la muerte hasta una palabra pronunciada fuera de tono. Por esas las rebeliones contra el Señor razón por eran cotidianas e incesantes.

La historia de aquel interminable e insoportable vagabundeo por el desierto dedica especial atención al alzamiento de Coré, de la casta sacerdotal de los levitas.

Éste atrajo a su causa a “otros doscientos cincuenta israelitas, hombres de autoridad en el pueblo, que pertenecían al grupo de consejeros y tenían buena fama”.

Dos de los sublevados, Datán y Abirám, expusieron ante Moisés los motivos de la nueva rebelión: “¿Te parece poco habernos sacado de un país

donde la leche y la miel corren como el agua, para hacernos morir en el desierto, que además quieres ser nuestro jefe supremo? Tú no nos has llevado a ningún país donde la leche y la miel corran como el agua, ni nos has dado campos ni viñedos. ¿Quieres que todos se dejen llevar como si fueran ciegos?”.

Moisés informó sobre la nueva revuelta al Altísimo. Éste, fiel a su estilo, prometió matarlos a todos. “¡Apártense de ese pueblo, que voy a destruirlos en un momento!”, ordenó. Moisés le dijo que no podía castigar a todos por los insultos de algunos.

Jehová, reconoció que su servidor tenía razón, y resolvió el problema de ésta manera:

“La tierra se abrió debajo de ellos y se tragó a todos los hombres que se habían unido a Coré, junto con sus familias y todo lo que tenían. Cayeron vivos al fondo de la tierra, con todas sus cosas, y luego la tierra volvió a cerrarse. Así fueron eliminados de entre los israelitas”.

Las crónicas relatan que “al oírlos gritar, todos los israelitas que se encontraban alrededor salieron corriendo y diciendo: “No nos vaya a tragar la tierra a nosotros también!”.

Como tiro de gracia, “Jehová envió un fuego que mató a los doscientos cincuenta hombres que habían ofrecido incienso”.

Pero, como si nada hubiera ocurrido, al día siguiente de nuevo “todo el pueblo de Israel empezó a hablar mal de Moisés y Aarón”, a quienes acusaban de estar “matando al pueblo del Señor”.

Jehová reprendió esta nueva sublevación con una mortífera plaga, que mató a millares.

Tanta cantidad de cadáveres aterró a Moisés quien, a los gritos, pidió a su hermano Aarón:

“Trae tu incensario, pónle brasas del altar y échale incienso, vete corriendo a donde está el pueblo y pide a Dios perdón por ellos, porque la ira del Señor se ha encendido, y la plaga ya comenzó”.

Cuando Aarón llegó donde estaba concentrado el pueblo “la plaga enviada por Jehová ya estaba haciendo estragos entre los israelitas”. Pidió perdón para el pueblo y “se colocó entre los que ya habían muerto y los que todavía estaban con vida, y la plaga se detuvo”.

Cuando recogieron los cadáveres, se comprobó que “habían muerto catorce mil setecientas personas, sin contar los que habían muerto antes, durante la rebelión de Coré”.

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