Serie: La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis

Terrible: Moisés ordena matar mujeres que no sean vírgenes

 Por Vidal Mario. (Escritor, historiador y periodista)
domingo, 17 de octubre de 2021 · 08:03

Por Vidal Mario

(Escritor, historiador y periodista)

NOTA N° 7 (Fuente: Números)                          

                                  

                               

Tiempo después de los incidentes señalados en la nota anterior, los israelíes iniciaron sus invasiones.

Comandados desde el cielo por el propio Jehová –así lo cuenta la “Palabra de Dios”- atacaron y ocuparon Horma, Hesbón, Basán, y otros pueblos vecinos.

Con 600.000 hombres “aptos para la guerra”, más la guía del Señor, arrasaron con esas poblaciones.

Las operaciones se desarrollaban sin tropiezos y sin piedad para los vencidos, hasta que los invasores se encontraron con el archienemigo de Jehová: el dios de los cananeos, Baal-peor.

Esto sucedió cuando “los israelitas se establecieron en Sitim y sus hombres empezaron a corromperse con las mujeres moabitas, las cuales los invitaban a los sacrificios que ofrecían a sus dioses”.

Sensibles a los encantos de esas extranjeras, no pocos varones “tomaban parte en esas comidas, adoraban a los dioses de los moabitas, y así se dejaron arrastrar al culto de Baal-peor”.

La represión de Jehová no tardó en llegar. Llamó a Moisés (Aarón ya había muerto) y le dio una orden terminante: “Reúne a todos los jefes del pueblo, y ejecútalos delante de mí a plena luz del día. Así se calmará mi ira contra Israel”.

En cumplimiento de esa orden, Moisés (“San Moisés” para los católicos, con festividad 4 de septiembre) se dirigió a los jueces y les encomendó la tarea de “matar a los hombres de su tribu que se dejaron arrastrar al culto de Baal-peor”.

Jehová apoyó el operativo escarmiento descargando sobre su gente otra de sus típicas plagas.

Todo el mundo corrió entonces a la entrada de la Tienda del Encuentro para llorar e implorar el perdón divino.

 

El amor lo perdió a uno

 

En eso estaban cuando vieron pasar a un enamorado que no se había enterado del desastre que estaba ocurriendo. A la vista de todo el mundo entró a su tienda con una madianita.

“Al ver esto, Finees, quien era hijo de Eleazar y nieto del sacerdote Aarón, se apartó de los israelitas reunidos, empuñó una lanza y se fue tras aquel israelita hasta la alcoba y allí atravesó por el estómago al israelita y a la mujer”.

Con la muerte del amante y de su novia extranjera, “terminó la plaga que estaba haciendo morir a los israelitas”. Para entonces “ya había muerto veinticuatro mil de ellos”.

Jehová, contento con el gesto de Finees, lo recompensó “entregándole a él y a sus descendientes el sacerdocio, para siempre”.

Pero como la mujer era de Madián, el Señor juzgó que había que matar también a todos sus habitantes.

Así que otra vez ordenó a Moisés: “Ataquen a los madianitas y derrótenlos, así como ellos los atacaron a ustedes con sus malas mañas y haciéndoles adorar a Baal-peor, y en el caso de Cozbi, la hija del jefe madianita, que fue muerta con una lanza cuando yo les envié una plaga por haber adorado a Baal-peor”.

Jehová aprovechó esta conferencia para anunciarle a Moisés que sus días en esta tierra estaban contados. “Véngate de los madianitas en nombre de los israelitas, y después de eso morirás”, le dijo. El patriarca ejecutó seguidamente la que sería la última misión de su vida: exterminar a la etnia madianita.

En cumplimiento del mandato divino, escogió mil guerreros de cada tribu, doce mil en total, y los envió al frente.

“Y pelearon contra los madianitas y los mataron a todos, tal como Jehová se lo ordenó a Moisés”. También “mataron a Evi, Requem, Zur, Hur y Reba, es decir, los cinco reyes madianitas, y también a Balaám, hijo de Beor”.

Tomaron prisioneras a las mujeres madianitas y a sus hijos más pequeños, y se quedaron con todos los animales, ganados y objetos de valor. Las ciudades y campamentos fueron quemados.

Sin embargo, ésta victoria terminó en una masacre de mujeres y niños que revela el gran celo con que Moisés ejecutaba las órdenes de Jehová.

 

Muerte en las llanuras de Moab

 

Todo el pueblo salió a recibir a los victoriosos guerreros, en la llanura de Moab, junto al río Jordán, frente a Jericó.

Cuando Moisés vio que también llegaba un ejército de mujeres y niños, estalló en furia. Descargó su ira contra los jefes militares de la expedición, a quienes preguntó: “¿Por qué dejaron con vida a las mujeres? Precisamente fueron ellas las que, cuando el caso de Balaám, llevaron a los israelitas a rebelarse contra el Señor y adorar a Baal-peor. Por eso Jehová castigó con una plaga al pueblo”.

A continuación, impartió una orden escalofriante: “Maten ahora mismo a todos los niños varones y a todas las mujeres que no sean vírgenes. A las muchachas vírgenes déjenlas con vida, y quédense con ellas”.

Terminada la atroz matanza de niños y mujeres no vírgenes, hicieron un recuento de sobrevivientes: el balance arrojaba treinta y dos mil muchachas vírgenes.

Treinta y dos de ellas fueron seleccionadas y entregadas al sacerdote Eleazar “como contribución para Jehová”, en tanto que las demás vírgenes fueron puestas a disposición “de los que fueron a pelear como del resto del pueblo”.

Moisés y Eleazar se quedaron además con ciento ochenta y cuatro kilos de oro, que fueron introducidos en la Tienda del Encuentro “para que Jehová se acordara de los israelitas”.

Todos festejaron jubilosamente el gran triunfo. El único preocupado, ese día de alegría, era Jehová. 

Sabía que tarde o temprano sería traicionado. Los próximos traidores serían los hijos y nietos de aquellos a los que había sacado de Egipto. Nunca logró conquistar los corazones de los protagonistas del Éxodo, y sabía que con sus descendientes correría igual suerte.

Mostraba tristeza y furia al mismo tiempo cuando habló de éste tema con Moisés.

“Ya pronto vas a morir –le recordó- y éste pueblo se va a corromper con los dioses del país extranjero que va a ocupar, entonces me abandonará y romperá el pacto que he hecho con él”.

Confesó a continuación que “ya desde antes de hacerlos entrar en el país que les he prometido, sé muy bien hacia donde se inclinan sus pensamientos”.

Jehová no tenía dudas: “Cuando yo los haya hecho entrar en la tierra que bajo juramento prometí a sus antepasados, tierra donde la leche y la miel corren como el agua, y cuando hayan comido hasta estar satisfechos y engordar, se irán tras otros dioses y los adorarán, y a mí me despreciarán y romperán mi pacto”.

Le dictó a Moisés un cántico de cuarenta y tres estrofas, en algunas de las cuales desnudó toda su amargura: “Gente malvada y perversa, que ha ofendido a Dios, que son indignos de ser sus hijos, ¿así es como le pagan al Señor?”, decía una de las estrofas.

En otros tramos del cántico, Jehová definió a su pueblo como “gente malvada, hijos en los que no se puede confiar”, “Israel es un pueblo que ha perdido el juicio”, “pueblo necio y sin sabiduría”, entre otros negativos calificativos.

 

Camino sin retorno

 

El problema que enfrentaba Jehová era que no podía volverse atrás. Había un juramento de por medio hecho a tres antepasados de esa gente, que no podía quebrantar.

Le preocupaba, además, las posibles burlas de quienes no lo querían como Dios y menos aún adorarlo.

“Yo había pensado dispersarlos y borrar de la tierra su memoria –reveló en otros párrafos del citado cántico -, pero no quise soportar las burlas del enemigo; no quise que se jactaran mis adversarios y que dijeran: “No fue Jehová quien hizo esto; lo hicimos nosotros con nuestro poder”.

Así que no le quedaba más remedio que seguir adelante con el proyecto original, y entregar a los hebreos las tierras prometidas que, vale la pena reiterarlo, ya tenían dueño.

Ante tan oscura perspectiva en materia de fidelidad, Jehová lanzó otro juramento: se encargaría personalmente de que la vida no fuese fácil para los israelíes.

“Sobre ellos lanzaré todos los males, contra ellos lanzaré todas mis flechas –juró en nombre de su eternidad -; morirán de hambre y de fiebre; una amarga peste los destruirá; mandaré contra ellos fieras salvajes y serpientes venenosas. En las calles caerán sus hijos a filo de espada, y en las casas reinará el espanto”.

En ese mismo canto (que más que un himno parecía una declaración de guerra contra su propio pueblo) afirmó con gran energía que “todo esto me lo estoy reservando, lo estoy guardando como un tesoro, para el día en que me vengue y les dé su merecido, para cuando llegue el momento de su caída”.

Moisés leyó la totalidad del cántico ante el pueblo reunido, y ordenó que todos, sin excepción, lo aprendieran de memoria. Luego se despidió de cada una de las tribus de Israel y subió a la cumbre del monte Nebo para su cita con la muerte.

Jehová le mostró la vasta extensión de la tierra prometida. Pese a su lealtad de hierro Moisés también fue uno de los condenados a no pisarla. El Señor seguía sin perdonarle una ya antigua desobediencia suya en el desierto de Zin, cierto día en que el pueblo clamaba desesperadamente por agua para beber.

“Éste es el país que yo juré a Abraham, Isaac y Jacob que daría a sus descendientes. He querido que lo veas con tus propios ojos, aunque no vas a entrar en él”, le dijo Jehová.

A los ciento veinte años de edad y aún con “buena salud y buena vista”, Moisés murió.

 

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