La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis     

Jehová vuelve: ahora para matar a toda la humanidad

Vidal Mario, autor de la saga "La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis" cierra el ciclo con esta última nota.

Por Vidal Mario

(Escritor, periodista e historiador)                              

 

El Jesús que Juan veía ahora a través de una serie de visiones, en la remota isla de Patmos, era de terror.

Éste Jesús del Apocalipsis ya no era el humilde Jesús que décadas atrás había lavado los pies de sus discípulos. Ya no era aquel que un día entró a Jerusalén montado en un burrito.

Ahora era un hombre que estaba “vestido con una ropa que le llegaba hasta los pies y con un cinturón de oro a la altura del pecho. Sus cabellos eran blancos como la lana, o como la nieve, y sus ojos parecían llamas de fuego. Sus pies brillaban como bronce pulido, fundido en un horno, y su voz era tan fuerte como el ruido de una cascada. En su mano derecha tenía siete estrellas, y de su boca salía una espada de dos filos. Su cara era como el sol cuando brilla en todo su esplendor”.

Para colmo, estaba sumamente furioso. Las iglesias de Efeso, Esmirna, Pérgamo. Tiátira, Sardis, Filadelfia y Laodisea eran las causantes de su cólera.

A la de Tiátira le recriminó que siguiera tolerando a una mujer llamada Jezabel, especialista en inmoralidades sexuales. Si dicha prostituta no se arrepentía, juró Jesús, “voy a hacerla caer en cama y mataré a sus hijos, y a los que cometan adulterio con ella. Si no dejan de portarse como ella lo hace, les enviaré grandes sufrimientos”.

El que había sido crucificado en el Gólgota le dictó a Juan cartas cargadas de sombrías promesas de castigo, destinadas a cada una de aquellas siete iglesias.

 

Los siete sellos

 

Días después, en otra visión, Jesús se le volvió a aparecer a Juan, ahora en la forma de un cordero de siete cuernos y siete ojos “que parecía haber sido sacrificado”.

Estaba a punto de abrir un rollo que su Padre (quien ya era otra vez el Jehová de la sangre y de la cólera del Viejo Testamento) sostenía en sus manos, herméticamente cerrado con siete sellos.

Había alegría y fiesta en el cielo, porque cada sello roto iba a producir un desastre mundial.

Uno por uno fue abriendo los sellos.

Al desplegar el segundo sello, surgió un caballo de color rojo, “y el que lo montaba recibió poder para quitar la paz del mundo y para hacer que los hombres se mataran unos a otros; y se le dio una gran espada”.

Al abrir el cuarto sello, apareció otro caballo, de color amarillento. “El que lo montaba se llamaba Muerte. Tras él venía el que representaba al reino de la muerte, y se les dio poder sobre la cuarta parte del mundo, para matar con guerras, con hambres, con enfermedades y también con las fieras de la tierra”.

Al abrir el quinto sello, emergieron de debajo de un altar todos los que murieron “por haber proclamado el mensaje de Jehová”. Estos muertos tenían una sola preocupación, y lo proclamaban a los cuatro vientos: “Soberano santo y fiel, ¿cuándo juzgarás a los habitantes de la tierra, y vengarás nuestras muertes?”.

Las catástrofes que estallaban a medida que se iban abriendo esos siete sellos parecerían, no obstante, juegos de niños frente al horror que sacudiría al mundo entero cuando siete ángeles parados ante el trono de Jehová empezaran a tocar sus trompetas.

“El primer ángel tocó su trompeta y fueron lanzados sobre la tierra granizos y fuego mezclados con sangre. Se quemó la tercera parte de la tierra junto con la tercera parte de los árboles y toda la hierba verde. El segundo ángel tocó su trompeta, y fue lanzado al mar algo que parecía un gran monte ardiendo en llamas; y la tercera parte del mar se volvió sangre. La tercera parte de todo lo que vivía en el mar, murió, y la tercera parte de los barcos fue destruida. El tercer ángel tocó su trompeta, y una gran estrella, ardiendo como una antorcha, cayó del cielo sobre la tercera parte de los ríos y sobre los manantiales. La estrella se llamaba Amargura; y la tercera parte de las aguas se volvió amarga, y a causa de aquellas aguas amargas murió mucha gente”.

Eso no era todo. Porque calamidades aún más espantosas iban a caer sobre el mundo, según lo anunció un águila que pasó volando en medio del cielo. El pájaro clamaba con potente voz humana: “Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra, cuando suenen las trompetas que van a tocar los otros tres ángeles”.

Al tocar el quinto ángel su mortífero instrumento, cayó una estrella del cielo abriendo un profundo abismo humeante en medio de la tierra, y de las profundidades emergieron langostas que cubrieron rápidamente todo el planeta.

Juan escribió: “Las langostas parecían caballos preparados para la guerra; en la cabeza llevaban algo semejante a una corona de oro, y su cara tenía apariencia humana. Tenían cabello como de mujer, y sus dientes parecían de león. Sus cuerpos estaban protegidos con una especie de armadura de hierro, y el ruido de sus alas era como el de muchos carros tirados por caballos cuando entran en combate. Sus colas, armadas con aguijones, parecían de alacrán, y en ellas tenían poder para hacer daño a la gente durante cinco meses”.

A esas monstruosas langostas se les otorgó un poder venenoso “como el que tienen los alacranes, y se les mandó que no hicieran daño a la hierba de la tierra ni a ninguna cosa verde ni a ningún árbol, sino solamente a quienes no llevaran el sello de Jehová en la frente. No se les permitió matar a la gente, sino tan sólo causarle dolor durante cinco meses; y el dolor que causaban era como el de una picadura de alacrán. En aquellos días la gente buscará la muerte, y no la encontrará; deseará morirse, y la muerte se alejará de ellos”.

La gente recién empezó a morir al entrar en acción el último de los seis ángeles.

En cuanto éste empezó a tocar su letal trompeta, cuatro ángeles que estaban atados junto al río Éufrates fueron liberados “para que mataran a la tercera parte de la gente, pues habían sido preparados precisamente para esa hora, día, mes y año”.

Estos cuatro ángeles ejecutores fueron apoyados por “doscientos millones” de soldados montados en caballos “que tenían cabeza como de león”. Estos doscientos millones de caballos eran tan letales como los cuatro ángeles. “La tercera parte de la gente fue muerta por estas tres calamidades que salían de la boca de los caballos: fuego, humo, azufre, porque el poder de los caballos estaba en su boca y en su cola: pues sus colas parecían serpientes, y dañaban con sus cabezas”.

 

Los testigos de Jehová

 

Juan escuchó después una voz que le decía que en los últimos días de este mundo el Señor enviará dos testigos “vestidos con ropas ásperas” a difundir su mensaje durante mil doscientos sesenta días, y que ambos predicadores estarían revestidos de poderes muy especiales. “Si alguien intenta hacerles daño, ellos echan fuego por la boca, que quema por completo a sus enemigos; así morirá cualquiera que quiera hacerles daño”.

A tales misioneros se les otorgó “poder para cerrar el cielo, para que no llueva durante el tiempo en que estén hablando de parte de Jehová, y también tienen poder para cambiar el agua en sangre y para hacer sufrir a la tierra con toda clase de calamidades, tantas veces como ellos quieran”.

Pero al cumplirse los mil doscientos sesenta días ambos predicadores sucumbieron ante Satanás, alias “el Dragón”. El viejo enemigo de Jehová, conocido también como “monstruo del abismo”, atacó, venció y mató a los predicadores.

Sus cadáveres quedaron tendidos “en las calles de la gran ciudad donde fue sacrificado su Señor, la cual en lenguaje figurado se llama Sodoma, y también Egipto. Y por estos tres días y medio, gente de distintos pueblos, razas, lenguas y naciones verá sus cadáveres, y no dejará que los entierren. Los que viven en la tierra se alegrarán de su muerte. Estarán tan contentos que se harán regalos unos a otros, porque aquellos dos profetas eran un tormento para ellos".

El Señor recompensó generosamente a sus mensajeros sacrificados.

 

La caída del Dragón

 

Pero los días de permanencia del dragón en el cielo estaban contados. Los muertos “por haber proclamado el mensaje de Jehová” seguían reclamando juicio para los habitantes del mundo, y venganza para sus muertes.

Hasta que el mismísimo Jesús se puso al frente de un ejército de ángeles guerreros para hacer desaparecer del escenario celestial al eterno enemigo de su Padre. Había llegado la hora de la madre de todas las batallas celestiales.

Otra vez el Bien y el Mal frente a frente. “Hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. El dragón y sus ángeles pelearon, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar para ellos en el cielo. Así que fue expulsado el gran dragón, aquella serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás, y que engaña a todo el mundo. Él y sus ángeles fueron lanzados a la tierra”.

No se explica por qué fueron lanzados a la Tierra, habiendo tantos otros planetas deshabitados a lo largo y ancho de éste infinito universo, donde no pudieran molestar a nadie. Previsiblemente, Satanás empezó a hacer estragos entre los habitantes de éste mundo.

Tan enfurecido estaba por su expulsión del cielo que de su boca salían espíritus inmundos en forma de ranas. “Eran espíritus de demonios que hacían señales milagrosas y salían a reunir a todos los reyes del mundo para la batalla del gran día del Dios Todopoderoso”. Como si los atropellos de Satanás y su banda de delincuentes celestiales no fueran suficientes, Jehová colaboró para que los habitantes de este mundo no tuvieran un segundo de paz.

Lo hizo haciendo aparecer a otros siete ángeles suyos que sostenían en sus manos “las siete últimas calamidades con las cuales llegaba a su fin la ira de Dios”.

Desde el fondo del divino santuario se oyó una voz de trueno que ordenaba a aquellos siete ángeles: “Vayan y vacíen sobre la tierra esas siete copas del terrible castigo que viene de Dios”.

El primero “vació su copa sobre la tierra; y a toda la gente que tenía la marca del monstruo y adoraba su imagen le salió una llaga maligna y dolorosa”.

El segundo ángel “vació su copa sobre los ríos y manantiales, y se volvieron sangre”. Mientras éste ángel derramaba el veneno de su copa sobre la tierra, justificaba el ataque de Jehová con estas palabras: “Tú eres justo por haber juzgado así, oh Dios santo, que eres y que eras, porque ellos derramaron la sangre de los que pertenecen a tu pueblo, y de los profetas, y ahora tú les has dado a beber sangre. ¡Se lo han merecido!”.

Mientras éste mismo ángel recitaba esa frase, sus compañeros vaciaban el contenido de sus copas sobre el mundo.

Cuando el séptimo y último de ellos lo hizo, desde el santuario del cielo salió otra fuerte voz gritando: “¡Ya está hecho!”.

De inmediato, “hubo relámpagos, voces y truenos, y la tierra tembló a causa de un terremoto más violento que todos los terremotos que ha habido desde que hay gente en el mundo. La gran ciudad se partió en tres, y las ciudades del mundo se derrumbaron; y Jehová se acordó de la gran ciudad de Babilonia, para hacerle beber el vino del castigo que él mandó en su enojo. Todas las islas y los montes desaparecieron, y del cielo cayeron sobre la gente enormes granizos, que pesaban más de cuarenta kilos, y los hombres dijeron cosas ofensivas contra Jehová por la calamidad del granizo, porque fue un castigo muy grande”.

Lentamente, el Señor iba preparando el ataque final: la batalla del Armagedón.

Uno de aquellos siete ángeles, copa en mano, se separó del grupo y llevó a Juan a otro lugar de la isla para mostrarle una visión muy especial. “La gran prostituta que está sentada sobre las aguas” iba a ser castigada, y querían que el evangelista registrara los detalles.

El ángel lo llevó a un desierto, donde se vio a la prostituta “montada en un monstruo rojo, el cual estaba cubierto de nombres ofensivos para Jehová, y tenía siete cabezas y diez cuernos”, y vestía “ropa de colores púrpura y rojo y estaba adornada con oro, piedras preciosas y perlas”.

Sostenía en sus manos “una copa de oro llena de cosas odiosas y de las impurezas de sus inmoralidades sexuales, y llevaba escrito en la frente un nombre misterioso: “La gran Babilonia, madre de las prostitutas y de todo cuanto hay de odioso en el mundo””.

Juan escribió que la mujer estaba “borracha de la sangre de los que pertenecen al pueblo de Jehová y de los que habían sido muertos por ser testigos de Jesús”.

El ángel le explicó que los diez cuernos del monstruo significaban “diez reyes que todavía no han comenzado a gobernar”, en tanto que las aguas que se agitaban debajo de la prostituta eran los pueblos, habitantes, lenguas y naciones del mundo.

“Los diez cuernos que viste en el monstruo odiarán a la prostituta, y la dejarán abandonada y desnuda; comerán la carne de su cuerpo, y la quemarán con fuego”, le dijo.

Según éste mismo ángel, la prostituta iba a arder una pira, y el humo de su cuerpo quemado jamás dejaría de subir.

“Será quemada en el fuego, porque poderoso es Jehová, el Señor, que la ha condenado”, cantó al mismo tiempo otro ángel que descendía velozmente del cielo con un resplandor tan intenso que iluminaba los cuatro puntos cardinales de la tierra.

El fin del mundo

 

Y llegó el fin de mundo.

 

Jesús, vestido con ropas teñidas con sangre, se ubicó al frente de su ejército de ángeles y bajó a la tierra a terminar con lo poco que quedaba de la Humanidad.

“Vi el cielo abierto –escribió Juan- y apareció un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, porque con rectitud gobernaba y hacía la guerra. Sus ojos brillaban como llamas de fuego, llevaba en la cabeza muchas coronas y tenía un nombre escrito que solamente él conocía. Iba vestido con ropa teñida de sangre, y su nombre era: la Palabra de Dios. Lo seguían los ejércitos del cielo, vestidos de lino fino, blanco y limpio y montados en caballos blancos. Le salía de la boca una espada afilada para herir con ella a las naciones. Las gobernará con cetro de hierro, las juzgará como quien exprime uvas, y las pisa con los pies, y les hará beber el vino del terrible castigo que viene del furor de Jehová”.

Así describió Juan, el Armagedón:

“Y vi un ángel que, puesto de pie en el sol, gritaba con fuerza a todas las aves de rapiña que vuelan en medio del cielo: “Vengan y reúnanse para la gran cena de Jehová, para que coman carne de reyes, de jefes militares y de hombres valientes, carne de caballos y de sus jinetes, carne de todos: de libres y de esclavos, de pequeños y de grandes. Vi al monstruo y a los reyes del mundo con sus ejércitos, que se habían reunido para pelear contra el que montaba aquel caballo y contra su ejército. El monstruo fue apresado, junto con el falso profeta que había hecho señales milagrosas en su presencia. Por medio de esas señales, el falso profeta había engañado a los que se dejaron poner la marca del monstruo y adoraron su imagen. Entonces el monstruo y el falso profeta fueron arrojados vivos al lago de fuego donde arde el azufre. Y los demás fueron muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo, y todas las aves de rapiña se hartaron de la carne de ellos”.

El último en caer fue Satanás. Un ángel bajó como un relámpago del cielo con la llave del abismo y una gran cadena en la mano, lo ató y lo arrojó a las profundidades del abismo. “La serpiente antigua que es el Diablo y Satanás”, fue confinado en esa prisión de máxima seguridad “para que no engañe más a las naciones”.

Pero mil años después, Jehová lo puso en libertad. No se aclara la razón del indulto. La cuestión es que el Señor liberó a Satanás, quien fiel a su instinto criminal de nuevo salió a engañar “a las naciones de todo el mundo”, incluyendo “a Gog y a Magog, cuyos ejércitos, numerosos como la arena del mar”, reunió para pelear.

Satanás y su nuevo ejército “subieron por lo ancho de la tierra, y rodearon el campamento del pueblo de Dios, y la ciudad que él ama”.

Pero de nuevo fue vencido por Jehová. “Cayó fuego del cielo y los quemó por completo. Y el diablo, que los había engañado, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde también habían sido arrojados el monstruo y el falso profeta. Allí serán atormentados día y noche, por todos los siglos”.

 

Nuevo cielo y nueva tierra

 

Jehová creó un nuevo cielo y una nueva tierra, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron.

Una proclama emitida desde el trono celestial aseguró que el Señor había envainado para siempre su espada asesina. “Él vive ahora entre los hombres. Vivirá con ellos, y ellos serán su pueblo, y estará con ellos como su Dios. Secará todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo que antes existía ha dejado de existir”, dijo la voz celestial.

El Señor pidió a Juan que volcara en un papel todo lo que había visto y oído en la perdida isla de Patmos.

“Estas palabras –le dijo- son verdaderas y dignas de confianza”.  

   

     

Comentarios