Carlos Paz y el fuego: El infierno tan temido

Por Aldo Parfeniuk (Ensayista, poeta, cofundador de los Bosques de la poesía)

 

Por Aldo Parfeniuk

(Ensayista, poeta, cofundador de los Bosques de la poesía)                                                                     

 

Nunca pensé que podía tenerlo ahí, tan cerca y mirarlo a los ojos. Con sus  metros de altura moviéndose de aquí para allá, queriendo devorarlo todo y solo obedeciendo a un viento que el mismo iba alimentando y enfureciendo. En segundos, ví como caían como si nada añosos y grandes talas y algarrobos. Recordé los versos aforísticos del ecopoeta cubano Félix Guerra: “El árbol arde con mil pupilas impresas/ en su aire. El ojo se consume con todos/ sus árboles adentro”.Y con el que Guerra se pregunta: “¿En el resplandor de ese/ fuego arderá toda la madera/ de mis ojos?”*

 Nunca esperé sentir tan cerca ese aliento asfixiante que iba encenizando el aire, escupiendo humo y brasas volando alto y lejos, y que después supe que algunas eran perdices, loros y palomas –adultos y pichones- chamuscados o directamente quemados,  que caían agonizando a la calle y a los patios del vecindario cercado por las llamas.

Nunca vi correr despavoridas -a las cuatro o cinco de la tarde- liebres y zorros desequilibrados,  hacia cualquier lado, hubiere o no personas y camiones de bomberos lidiando contra las llamas.    Nunca imaginé que perdería de esa manera y tan rápidamente mi segundo hogar de niño, el monte. Ese monte serrano donde con otros chicos le sacábamos hasta lo último de jugo a cada hora de cada día: hasta dejarlo agotado y dormido a nuestros pies.  Se carbonizaba sin remedio aquel castigado paisaje en cuyos territorios  revisamos a fondo todos los nidos; volteamos todos los panales; agotamos el perfumado peperinal y el dulce piquillinal; desandando siestas a puro sol y noches a cielo abierto.  En ruidosas bandadas hemos habitado todas y cada una de las cuevas para conocer sus misterios; para hablar con cada uno y todos sus fantasmas. Hicimos casa en cada árbol que nos asegurara techo, comida y fábula. Conocimos hasta el fondo las aguas de cada arroyo, río, lago que supieron de las pescas o de las clavadas y los saltos mortales que a cambio de unas monedas dedicábamos a los escasos turistas.

El hecho es que más allá de las versiones de las religiones, mitos o del mismísimo Dante, por primera vez en mi vida, hace pocos días supe cómo era el infierno. Cuando pasó lo peor –aunque el fuego puede volver en cualquier momento y desde cualquier otro ángulo- pude ver las imágenes aéreas que mostraban a la ciudad como enfrentando a un poderoso ejército de fuego y muerte.

Ahora entiendo lo que persiguen muchos “hombres de bien” que con sus promocionadas motosierras necesitan y consiguen que haya más tierra arrasada: para la soja o para los mega-desarrollos urbanos de hierro y cemento (y suburbanos, cuando la legislación no permite otra cosa) diciéndonos que el cambio climático no depende de lo que hicimos, hagamos o dejemos de hacer los humanos, recalentando el planeta y devastando sus fuentes de oxígeno. Y sus discursos  siguen mintiendo y envenenando el lenguaje, queriendo que olvidemos que no solo para el poeta, sino para cualquier ser humano la palabra es el agua de la vida: eso que nos ayuda a ser, a respirar, y que siguen contaminando los mentirosos y odiadores seriales.

Cuento ahora esta memoria del fuego, del infierno que, más que verlo, lo sentí a unos pocos metros de mi fragilidad humana. Y me sigue quemando. Fragilidad humana dispuesta, sin embargo, a apostar por la restitución de lo que la naturaleza le dio y espera de la vida: seguir siendo vida “sin violencia ni rencores” por decirlo con el cubano Guerra.

Nuestra querida Carlos Paz estuvo a las puertas del infierno. Por fortuna en esta ocasión zafamos: ¿nos acompañará otra vez la suerte? Aquí, en el Parque Estancia La Quinta, en plena pandemia, con Teuco Castilla y Pedro Solans hicimos el Primer Bosque de Poesía,  proyecto colectivo que apuesta a remediar amputaciones, enfermedades y abusos –tanto de la naturaleza cuanto del lenguaje- a educar escolares y realizar actividades culturales.  Bosques que ya se están replicando en todo el mundo y que no persiguen otra cosa que reponer lo que la codicia y la sed de dinero rápido y a cualquier precio, destruyen.  Hay que reponer plantas y palabras quemadas por el poder de ese fuego humano: más dañino cuanto mayor es su capacidad de propagación y su hambre de tragedia.  A ese aprovechador de tanto daño ambiental lo retrató acabadamente en un memorable poema nuestro Teuco Castilla. Recuérdenlo:

 

El fuego

Por los pajonales

anda suelto el fuego.

Malmatando. Hambriento.

No se sabe la laya de ese animal.

No se le conoce hembra. Y tiene crías.

No se le conoce el pasado. Sí el rencor.

Dice que todo es de él o que él es todo.

Se cree un dios porque ilumina muriendo.

Por eso arrasa montes, casas, las cosechas.

Y el bicherío.

No hay modo de atraparlo. Cuando lo cercan

ya se ha hecho humo.

Ya va a caer. Lo estamos esperando.

Con todo el odio

ardiendo.

                                        ( Leopoldo Castilla: “El fuego”, en Coirón (2011) )

 

*de “Una flor para mi tumba- Lo mejor de Félix Guerra-“   Selección Gabriela Guerra Rey-   Editorial Aquitania siglo XX!. México, 2022.

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