Periodismo poético
Las brujas en La Paz
Por Pedro Jorge SolansPeriodismo poético
Por Pedro Jorge Solans
dedicado a César Ajpi y Mariano Saravia
La Paz fue elegida por las brujas desde los tiempos inmemorables
con el fin de estar más cerca del brillo.
En la capital más alta del mundo se flotaban la entrepierna
con un palo de escoba para encontrar el punto exacto
y volar, sin cesar.
Volaban en éxtasis hacia la felicidad finita.
Sabían lo efímero y contundente de sus vuelos.
En ese instante debían limpiar de manchas estúpidas
la belleza que nos pertenece por humano derecho.
Las brujas, esas mujeres sabias, parieron nuestra raza,
callaron a los cóndores para que el silencio tenga la voz de los dioses
que, como ellas, dejaron al planeta impregnado de misterios y seducción.
El cóndor elegido entre los seres milenarios dejó el siseo, el graznido y los chasquidos
para ser el decidor descendido de la elevada corona
a roer la hechicería Real expuesta
en el “Mercado callejero de los Brujos.”
Los hechiceros arrebataron el prestigio de aquellas mujeres
y bajo la protección de los yatiris españolizados
con sus sombreros negros y sus bolsas de coco amuletos,
talismanes y polvos aseguraron suerte y fertilidad.
Pero no tuvieron el éxito de los sullus protectores,
esos fetos secados de animales diversos
enterrados por y para la Pachamama.
Son partes de las wajt'as, ofrendas
incineradas en compañía de la ch'alla.
Cuando el decidor aterrizó en la calle Linares,
la Basílica San Francisco se encogió, miró para el otro lado
y hubo fiesta en La Paz.
Los fetos disecados de las llamas surgieron de las profundidades
y los daños mutaron
y se disiparon humeantes por los Andes:
Los alfileres clavados en imágenes,
los escuerzos muertos colgados de las puertas de las casas,
y la orina de carancho, los murciélagos muertos
y las velas de grasa, negras, encendidas en las tormentas,
no habían cambiado el derrotero,
el pueblo siguió festejando por las calles de La Paz
buscando los versos perdidos
que alguna vez dejaron los dioses
en las frescas mañanas del esquinero bar Averno.
El pueblo siguió en el Alto,
caminando por la avenida ancha de los sin destinos.
Nada distinto pasó.
El pueblo solo vio una foto rota
que seguramente ya no fue de la misma civilización,
El pueblo solo vio un escuerzo muerto colgado de la puerta
de una casa abandonada.
El pueblo solo sintió un olor a orina trasnochada
que pudo haber sido de cualquier animal.
El pueblo solo vio un murciélago muerto
y restos de una vela de grasa, negra,
consumida durante una noche vulgar.
Después fue un resplandor reflejado en el espejo de la luna en la tierra
y el pueblo siguió escuchando música en la Costilla de Adán
donde bebió leche de Negro, o un licor de membrillo y coca,
o, aguardiente, y vio el arte de la magia desde su imaginación colectiva.
Y tuvo un banquete de queso de cabra, choclo y albahaca
y se río de las desgracias del escuerzo, del carancho y del murciélago.
En La Paz, el pueblo vio a sus brujas
y los jueves cuando bailaban en Malegría,
en el turno de la saya afro-boliviana,
el pueblo asombrado aplaudía a sus soberanas.
En tanto, el ateo Saurio eligió Facebook para expresarse
sobre la anti magia occidental:
“Si crees en un mal, y en la vida maldita
tu cabeza soportará una lluvia de desgracias.
Tu creencia hará interpretar que cada traspié
será consecuencia de aquel mal.
Cada subconsciente conspira contra uno mismo
y propone nuevos traspiés
para que se crea en un mal poderoso
ancestral esmélica —porque lo hacían los esmélicas,
que como todo el mundo sabe,
son una misteriosa raza pre-atlántica que acabo de inventar—,
la magia existe y la desgracia planificó una persecución.”
En La Paz, la imaginación poderosa engendró la brujería:
y aquel acto asqueroso de animales torturados
se convirtió en uno de tus problemas más peligrosos,
una bruma densa
que llegó al límite elegido
donde cualquiera poción venenosa
relegó a una buena copa de vino,
o de un trago Evaristo o de un té de coca.
En La Paz, donde las brujas volaron
y un cóndor decidor iluminó el hemisferio de los recuerdos leídos
en la coca milenaria,
donde el pueblo aprendió a sanar el corazón de un niño
en el vientre de las minas de Potosí,
cuando las rocas lloraban en español
arrodillada frente al inquisidor.